Retrato "Abuela Pepita" óleo de Joan Marti Aragonès. |
En mi trabajo, un mes de vacaciones no es
mucho tiempo para olvidarlo todo. Como el mal capitán que hace recuentos de las
bajas en el campo de batallas, uno se enfrenta a la llegada con el ordenador para
averiguar cuántos seguimos aquí presentes. Algún nuevo caso de cáncer, una
pierna cortada e incluso un par de muertes, no son cifras alarmantes para mí. Ya
estoy acostumbrado a que la vida no me pregunte y a que las segundas
oportunidades sean cosas del azar.
Cuando paseo por las estancias, saludando
a los residentes, siempre temo olvidar sus nombres o lo que es peor, mostrar
desconocimiento de sus diversas historias clínicas. De todas formas hay
historias que se graban en la mente con fuego y nombres que no soy capaz de
echar nunca del corazón.
Los protocolos dictan no demostrar en
público más afectos a unos que a otros, para no provocar celos ni envidias e
incluso yo, en un afán desmedido de profesionalidad, intento dejar para el final
a esos nombres que no soy capaz de echar de mi corazón. Esta mañana de verano,
el calor parecía haber dado una tregua y por las ventanas del enorme salón
entraba una brisa fresca que perfumaba el ambiente. En un rincón estaba Madame
Tez Blanca, sentada entre cojines y seguía mis acciones de un lado para otro
con su mirada: un tironcito de orejas a uno, un guiño de ojo a la más
presumida, un saludo militar al más serio e incluso un numerito de majorette
con el eterno bastón perdido de la Residencia.
Desde lejos podía percibir como
el cuerpecito de Madame se agitaba por no dirigirme a ella después de todo un
mes de vacaciones. Yo ya había leído su historia clínica en el ordenador y
sabía que tras algún episodio alucinatorio, había tolerado muy bien la
quimioterapia. Al terminar de saludar a todos los demás, hubiera querido
atravesar corriendo el enorme salón y abrazarla, pero solamente me acerqué a su
sitio y me senté junto a ella, en el sofá lleno de cojines. Cómo siempre me
pasa en estos casos, se me cierra la boca y las palabras no salen por temor a
no ser las adecuadas. Estuvimos un ratito en silencio mirándonos fijamente a la
cara. De repente, mientras se quitaba un gorrito de colores que le cubría la
cabeza, me dijo: “Fíjese,
ahora me está saliendo pelito de bebe” yo extendí la mano para acariciarle la nunca:
“¡Es verdad Madame
qué suave es!”. Esbozó una sonrisa en su tez blanca y nuevamente con
sus manos tiernas me apretó las mejillas para consolarme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario