Aquella no sería ni la primera ni la
última vez que pasaría por aquel puente de madera del parque de su barrio. Un
sol misterioso dibujaba a su paso sombras hieráticas que se prolongaban hasta
el final. De repente un golpe de viento helado cortó su mejilla y se detuvo al
principio para ver como su cuerpo se alejaba lentamente hacia el otro extremo.
Miró al cielo sangriento y sintió que todo el miedo del mundo se concentraba en
sus sienes. Recordó su infancia en el pueblo cuando vio entre las nueves una
manchas rojiza como aquella. Su padre le dijo al oído: “es la sangre de los
muertos inocentes de la guerra que no encuentra un sitio dónde asentarse”.
Nuevamente el miedo en las sienes, la
traición en la espalda y la dinamita en el estomago buscando un culpable. Vio
como su cuerpo se alejaba lentamente hacia la otra orilla, mientras una lágrima
silenciosa recorría su alma. La luna ingrávida despejó la incógnita de aquel
cielo de muerte, sólo que esta vez, allí no estaba su padre para abrazarle.
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